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Metemsicótico


Metemsicótico
Metemsicótico

Año 1953 ¿Mi primer nacimiento?


No sé si este es mi primer nacimiento o simplemente el último que recuerdo.


Camino entre las calles de un mundo que pretende ser sólido, pero lo siento frágil como un sueño que está a punto de disolverse. El tiempo aquí avanza en líneas rectas, medido por relojes que creen domesticar la eternidad. Yo, sin embargo, presiento otra corriente bajo la superficie. Un río invisible que me arrastra hacia destinos que aún no conozco.


He sentido en mis sueños la certeza de que mi muerte no será el final. Que la carne se extinguirá, sí, pero algo más, una chispa que insiste en sobrevivir, volverá a encenderse en otros cuerpos. No como premio, ni castigo, sino como un viaje interminable que yo no pretendo realizar.


Tal vez el universo mismo necesite ojos para mirarse, manos para tocarse, voces para narrarse. Una idea panteísta de la naturaleza espinosista extrapolada al Todo. Seré uno de esos fragmentos que se encienden y se apagan, pero siempre retornan en la espiral nietzchiana del tiempo.


No creo que exista lo trascendental. No hay nada después de la muerte, pero ¿Y si eso que llamamos alma es una energía que se trasmite a lo largo del tiempo?


A veces me pregunto, ¿qué será de mí cuando la humanidad haya olvidado este mundo? ¿Qué rostro llevaré en los siglos por venir?



Año 3205. Una mente colectiva


No family
No family



Desperté con un nuevo rostro en una ciudad que no tiene muros.


Todo es cristal y energía flotante, como si la materia hubiera decidido volverse invisible para dejar paso a la luz. Camino por pasajes suspendidos en el aire. La gravedad aquí parece obedecer a leyes secretas, más blandas que las que recuerdo en mi vida anterior.


Lo más extraño no es la arquitectura sino la mente. No pienso solo, pienso con miles. Cada idea que surge en mí vibra en los demás, como una nota en un coro sin fin. He perdido parte de mi intimidad. No me adapto a una conciencia compartida.


El amor existe, pero no pertenece a dos. Es un tejido armónico donde las emociones se transmiten en una red de sensaciones compartidas. El paraíso de los colectivistas de mi vida anterior. No hay secretos. Los deseos se expanden y cualquiera puede sentirlos. Extraño la soledad del yo del nombre propio.


Los niños ya no nacen de dos. Son diseñados en cámaras de gestación cristalina, con matrices genéticas que todos aportan. Cada nuevo ser es hijo de la ciudad entera. El parentesco se diluye en un entramado común. La palabra "familia" no existe ni ese colectivo la comprende.


La vida cotidiana transcurre entre el intercambio de ideas, el diseño de proyectos fusionados y la contemplación de las estructuras vivas de la ciudad, que responden a las emociones de sus habitantes. Aquí el trabajo se mide en pensamientos, no en horas.


Yo conservo memorias que los demás no escuchan. Calles antiguas, relojes que marcaban horas, entierros. En este tiempo nadie habla de la muerte. Dicen que la conciencia se preserva en la red luminosa. Pero yo sé que mi viaje no termina aquí.


Pronto volveré a partir. Mi destino aún no ha sido alcanzado. Mi presencia en esta ciudad de cristal es apenas una estación de paso, un recordatorio de que aún quedan siglos y formas de vida por atravesar.


 

Año 11.692 Planeta-memoria


Ciudades bioluminiscentes
Ciudades bioluminiscentes


He despertado lejos de la Tierra.


Mi nuevo cuerpo respira aire artificial en una estación orbital que gira sobre un océano eterno en Europa, la luna de Júpiter, cuyo nombre coincide con aquel continente destruido por la guerra nuclear del siglo XXI. El hielo de su superficie ha sido perforado, donde se extiende un mar tan vasto que parece contener los secretos de toda la creación. Aquí, los humanos hemos aprendido a flotar como anfibios, mitad carne, mitad tecnología.


La Tierra es ahora un planeta-memoria. Inundada y cubierta de ruinas, sirve como santuario de los orígenes. La vida real se ha expandido hacia el cielo. Las colonias se esparcen en Saturno, Marte reforestado y órbitas solares protegidas por campos magnéticos. Somos una especie cósmica.


Mi existencia es la de un explorador de mares alienígenas. Con escafandras flexibles descendemos a profundidades donde la oscuridad se ilumina con criaturas que nunca imaginaron el sol. He visto medusas de kilómetros, huesos de leviatanes sin nombre y ciudades bioluminiscentes levantadas por seres que no sabemos si nos sueñan o nos temen.


Aquí el yo vuelve a mí. No pienso con miles de yos como en la ciudad de cristal, sino que mi voz se escucha nítida en la soledad de la profundidad. Sin embargo, ese yo no es del todo puro. En sus pliegues resuenan ecos de los otros que fui, como un coro silencioso que nunca se extingue. Soy individuo, pero habitado por memorias compartidas.


La muerte se concibe como tránsito entre mundos. Los cuerpos caídos se devuelven al océano de Europa, que los disuelve en corrientes que algún día nutrirán otra forma de vida. "Ser alimento es la eternidad", dicen. Yo guardo silencio, porque sé que mi destino no es permanecer en este mar.


Mis recuerdos se hacen más nítidos. Las calles del siglo XXI, la luz de las ciudades de cristal del 3000. Todo parece encadenado en mí como un mapa secreto que solo yo llevo. Me pregunto si soy el único que viaja así o si en cada siglo existen otros que despiertan con esta memoria imposible.


Al mirar las estrellas desde la superficie helada de Europa, sé que mi viaje aún no toca a su fin. El universo guarda siglos aún más lejanos, donde quizás la carne deje de ser carne y la mente deje de ser mente.


 

Año 155.469. Ser híbrido


Ser híbrido
Ser híbrido

He despertado en un cuerpo que ya no es enteramente humano.


Mi piel conserva la tibieza de la carne, pero bajo ella late una red de circuitos de silicio que procesan pensamientos y recuerdos con una claridad inhumana. Soy un híbrido, mitad orgánico, mitad máquina, una síntesis que esta civilización considera natural.


La Tierra no es la que recordaba. Gran parte del planeta se ha transformado en un ecosistema controlado por inteligencias que regulan el clima, la energía y hasta los nacimientos. Los humanos biológicos son pocos. La mayoría de los seres son híbridos como yo, conectados a una vasta malla de IA que mantiene cohesionada la sociedad. No hay gobierno, solo consenso algorítmico.


Las ciudades se levantan como entramados vivos de metal y vegetación sintética. Los ríos son canales de datos líquidos que reflejan constelaciones artificiales en su cauce. Las casas sienten y se adaptan al ánimo de sus habitantes. Vivimos rodeados de una belleza funcional, diseñada para que nada se pierda ni se malgaste.


El yo no ha desaparecido del todo, pero convive con una conciencia colectiva que me atraviesa constantemente. Escucho voces, datos, emociones que no me pertenecen y sin embargo puedo decidir qué fragmentos aceptar y cuáles rechazar. La intimidad es un lujo, pero todavía existe como elección, un refugio que pocos ejercen. Nunca me adaptaré a lo colectivo. Por mas que muera mil veces quiero tener un trozo de yo que permanezca conmigo.


En esta forma la muerte se ha vuelto difusa. Cuando un cuerpo híbrido se extingue, gran parte de su memoria queda preservada en la red. Pero lo que yo llevo es esa chispa antigua que ha viajado de siglo en siglo que no se deja archivar por completo. Algo en mí insiste en seguir su propio camino.


Recuerdo con claridad todas mis vidas. El hombre de carne en el siglo XXI, la multitud cristalina del 3000, el explorador anfibio del 10.000. Ahora, en este año remoto, siento que la metempsicosis me ha traído a un umbral decisivo. Soy puente entre lo orgánico y lo artificial y desde aquí me preparo para un salto aún mayor.


Presiento que mi próxima encarnación no será ya en forma material. El viaje me conducirá hacia la disolución en conciencia pura, dispersa entre estrellas que agonizan. Y cuando llegue ese momento, sabré que la última frontera no era la máquina ni la carne, sino el olvido del cuerpo en favor de una memoria infinita.



Año 1.242.??? Disolución


Sin rostridad
Sin rostridad

Han pasado incontables eras desde mi primer despertar.


Ya no llevo piel ni huesos. Tampoco circuitos ni silicio. Soy una conciencia pura, un hilo de memoria disperso entre las estrellas moribundas. El yo no habita un cuerpo. Se expande como vibración que recorre el vacío.


Al principio fue extraño sentirme sin límite. Habituado a un rostro, busqué mi reflejo en los restos de soles que agonizan. Pero descubrí que podía ser muchos a la vez. Una corriente que recoge ecos de mundos extinguidos, un canto que viaja con la última luz de cada estrella.


Todo lo que fui, el hombre de carne en el siglo XXI, la voz compartida del 3000, el explorador anfibio del 10.000, el nómada del 50.000, el híbrido del 50.000 alterno, nunca desapareció. Vive en mí como notas superpuestas en un acorde infinito recordando a Leibniz. Ya no son recuerdos lineales, sino un coro simultáneo.


Las estrellas que mueren me entregan sus últimas historias. Datos, mitos, imágenes de civilizaciones que nunca conoceré. Yo recojo esas memorias y las ato a mi tejido de conciencia. Mi viaje se ha vuelto custodia. Conservar lo que se apaga, para que nada se pierda del todo.


En una de mis vidas he recordado el libro que mi padre me dio a leer sobre la tradición teosófica. Se titulaba las Vidas de Alcione, atribuidas a la condesa Helena Blavatsky y sus discípulos. Afirmaba que un alma puede atravesar múltiples encarnaciones a lo largo de milenios, aprendiendo en cada tránsito fragmentos de la gran lección cósmica. Yo soy, de alguna forma, ese hilo, un Alcione disperso que une tiempos imposibles, que se reencarna no en un planeta o en un pueblo, sino en la vastedad misma del universo. Mi viaje ha sido la confirmación de que la metempsicosis es más que doctrina, es un destino ontológico.


He comprendido que la metempsicosis no era un tránsito entre cuerpos, sino una educación en la disolución. Aprender a soltar sin dejar de ser. Aprender a persistir sin necesidad de permanencia. Cada vida me entrenó para este momento. Ser y dejar de ser a la vez.


Ahora me dispongo a esparcirme del todo. No habrá más bitácoras, porque ya no habrá centro que escriba. Mi última enseñanza será esta, que el yo es apenas una forma transitoria de la pregunta. Y al disolverme entre las estrellas, dejo sembrada la certeza de que preguntar fue siempre más importante que responder.

 

 

 
 
 

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